“El amor en acción es una cosa dura y terrible,
comparado con el amor en sueños”
Fiódor Dostoievski
Tengo un niño en brazos, lleva pañales y una camisita sencilla. Quizás ocho meses sea su edad. Su piel es blanca y sonrosada por la fiebre, contrasta con mi piel. Con ternura lo cargo, beso su mejía y su piel abrasadora quema mis labios. Me invade una tristeza más profunda que la que me produce el lugar tétrico en el que estoy y al que, seguramente, pertenezco. El niño sufre en silencio en mis brazos y mis caricias no lo sanan.
Deambulo de izquierda a derecha tarareando una vieja canción de cuna. Me desespero porque a cada minuto que pasa siento que lo voy perdiendo. Pero... ¿Quién es este niño?... ¿Yo tengo hijo?.... Por qué sufro si ni siquiera sé si es de mi familia. ¿A caso yo tengo familia? El bebé me queda viendo como si leyera mis pensamientos, yo lo abrazo, beso sus mejías, rozo mi mejía contra la suya, sólo sé que lo quiero, que lo amo y que no puedo dejar que se muera... mi angustia se hace cada vez más horrible. En este lugar no puedo hacer nada para ayudarlo. ¿Puedo ayudar a alguien desde mi infortunio?
Siento que el tiempo va avanzando paulatinamente. Cada movimiento que hago queda inmediatamente registrado en el tiempo, como guardado en la cinta de un filme. Empiezo a llorar y mis lágrimas mojan las mejías del chiquillo e inmediatamente se secan. El sufrimiento y la desesperación se convierten en las eternas sensaciones de mi cuerpo. No tengo en este desván un lugar donde colocar a este bebé. Veo mi cama y lo recuesto en las almohadas, a su lado me instalo yo para compartir con él su fiebre, su enfermedad. Deseara sufrirla yo para que él estuviera feliz.