jueves, 30 de junio de 2022

Perdido en las páginas de un diario de viaje


En el living del hostel hay un francés, un alemán y un argentino que parecen haber llegado muchas semanas antes que yo, pues están compartiendo entre risas una cena y un vino. Hablan español y se ríen mucho. Yo todavía con la ropa del viaje me dispongo a buscar dónde llega la señal más fuerte del router acercándome a la sala, para avisar que estoy vivo, (que no es lo mismo que estar bien, me digo sarcástico). Pienso en lo agotador que es andar con maletas pesadas, porque todavía no aprendo a que no se viaja acumulando recuerdos con pruebas materiales. Viajar al final es dar y recibir algo que no te puedes esconder en una maleta.

El francés me ofrece un vaso de vino que yo rechazo con amabilidad condescendiente mientras hundo la mirada en la pecera que hay en el centro del living, y me distraigo viendo la vida miserable del pez anaranjado atrapado en esa fantasía de plantas, arena, agua y luz artificial.

 Sostengo una distancia precavida y prudente de ellos. Me miran con inquietud. Al final lo he conseguido, para bien o para mal, desarrollar desconfianza protectora, la que me hizo falta tantas otras veces en este viaje. Cada cierto tiempo les sonrío e intercalo las miradas hacia la pantalla aburrida del celular y el movimiento nervioso del pez. Scroll down, scroll up, risas, risas.

Alterno mi atención hacia las preguntas del administrador del hostel, que llega a hacerme compañía, y la conversación que sostiene el grupo de cheles. De un tema saltan al otro y empiezan a debatir que si Lupita Nyongo es o no es bella. Yo sólo podía pensar en que el colonialismo también es una mirada hostil y desagradable que descalifica la belleza que no puede percibir. Al final, todo es cuestión de miradas. Retuerzo los ojos y elijo pasar olímpicamente de la interacción con ellos.   

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