en esta ciudad de ropa usada
de platos de plástico
en las orillas de la carretera
de líderes reciclados
En el living del hostel hay un francés, un alemán y
un argentino que parecen haber llegado muchas semanas antes que yo, pues están
compartiendo entre risas una cena y un vino. Hablan español y se ríen mucho. Yo
todavía con la ropa del viaje me dispongo a buscar dónde llega la señal más
fuerte del router acercándome a la sala, para avisar que estoy vivo, (que no es
lo mismo que estar bien, me digo sarcástico). Pienso en lo agotador que es
andar con maletas pesadas, porque todavía no aprendo a que no se viaja
acumulando recuerdos con pruebas materiales. Viajar al final es dar y recibir
algo que no te puedes esconder en una maleta.
Eucalíptos llameantes
doblándose por la lluvia de mayo
aferrados a la tierra envenenada
de agroquímicos como nosotros nos
aferramos a una existencia
de palabras inútiles y ruido
Vivir en sueños rancios de quien pensó
que un buen hombre coge con putas
y va misa con su mujer los domingos
El suicidio más largo de la historia
no fue el de Montgomery Clift
esa noche de mi cumpleaños veintisiete
toda locura toda risa
temía mucho por mí
que aquellos champagne
que aquel espumante
que esa noche nunca hubiera pasado
reclamaba mi crédito
mi único derecho a equivocarme
toda una vida de silencio
sin respirar
escondido
tratando de caminar en línea recta
sobre la senda trazada
pero un momento
una toma de confianza
exceso o ausencia de fe
viendo la exhumación de la libertad
un instante de liberación
Cuentan que Gustavo Cerati y Amy Winehouse murieron
por excesos. Sé a qué se refiere la cultura popular cuando habla de excesos, en
especial, con todo aquello relacionado a una vida hedonista que se te va de las
manos cruzando los límites de una supuesta frontera entre la vida y la muerte,
hallando dramáticamente esta última.
Lo cierto es que todos, sin excepción, vamos a morir, nada nuevo estoy diciendo, pero todos estamos obsesionados, más o menos, en vivir más y llegar bien a la vejez, algo absolutamente normal y comprensible como aspiración. ¿Pero qué hay de la gente que simplemente decide vivir y asumir las consecuencias?
Esta gente que decide vivir y asumir las consecuencias puede que pertenezcan a esa tribu de personas a las que probablemente pertenecía Gustavo y Amy. Solo viene a mi mente el recuerdo de un señor diabético con el que compartí sala en el hospital cuando me rompí el húmero. “Dame más café, por favor” le pedía a su hija que se negaba a darle, porque lo tenía contraindicado y se estaba pasando de mimos en dejarle probar una taza. Yo sólo pensaba en que le habían cortado el dedo gordo del pie y, aún así, no renunciaba a ese shot de vida que le daba el café. ¿Valiente? No sé. Pero ese señor había decidido vivir y asumir las consecuencias sin disculpas.
Desde que soy más consciente de la causa antirracista me doy cuenta que una visión túnel de género desde el feminismo (blanco) puede volverse en un sesgo que desestime a otras mujeres desde otros ejes de opresión como el racismo. Hoy más que nunca las situaciones y la realidad misma exigen que si nos dirigimos a cambios culturales y a verdaderas transformaciones, lo hagamos considerando todos los costados desde donde nos paramos a ver. La interseccionalidad es una herramienta que no podemos dejar guardada para después.
No se trata de justificar, a esta altura del camino sabemos que la violencia no es la respuesta a nada como bien deja claro la feminista cubana Yarlenys M. Malfrán en su columna, no podemos equiparar a la violencia que ataca nunca contra la violencia que defiende. Simplemente no hay punto de comparación y ante un ataque violento y misógino en términos simbólicos no podemos exigirles a las personas agredidas una respuesta emocional menos violenta o pacífica, es simplemente deshumanizante pedir compostura y paz cuando no se tratan de tus sentimientos y menos en nombre de una supuesta moral o el código de comportamiento de un evento que pertenece a una industria históricamente racista y misógina por excelencia.