Córdoba y Managua

Desde la terraza en el edificio donde vivo se pueden observar las sierras, montañas que desde lejos se ven azules, de un agradable color oscuro a la vista en los atardeceres con luz enceguecedora.  Este es un paisaje que me recuerda a Managua, de cuando iba en el bus y tenía la suerte de ir junto a la ventana hacia mi caótica capital.

 Sin embargo, fue hasta en este verano que Córdoba dejó de parecerme extraña y la he empezado a incorporar como parte de mi paisaje. Porque acá llueve en el verano y es entonces cuando mi paisaje interno, mi Managua, reaparece. Y no me siento tan extraño. Y transpiro mucho. El calor abre mis poros y al menor descuido aparecen espinillas. Y la lluvia me sorprende en la calle y piso charcos. Maldigo los taxis que desaparecen y el agua que se desborda en las cunetas obligándome a saltar. Un desastre con el que puedo lidiar. Si sobreviví a Managua, me digo, puedo sobrevivir a todo.

 Por eso, las tormentas eléctricas de acá me dan risa, no por ellas en sí mismas, si no por el escándalo de la gente ante lo que en Managua sería una simple llovizna. Pero lo disfruto como lo podría disfrutar un cordobés cuando yo muero de frío en invierno. Con una sonrisita, esa de quien siente con orgullo estar preparado para un mal clima, tal vez.  Y así se va sucediendo en las experiencias también, en esas menos paisajísticas y, si se quiere, más psicológicas. Puede ser. No sé. Una fútil reflexión no más. 

Entonces Córdoba es como mi Managua, pero con cosas que aún no aprendo a odiar, porque intento amarla en su forma de ser. Y porque a lo mejor aun quiero quedarme colgado al sentimiento de extranjero, ese que busca razones en todo para amar una ciudad que lo desconoce en sus rostros. 

(A Mary, Karla, Martha y Tita...  las mujeres que aman a Carlos)

*Atardeceres de Córdoba, 

Fotografía por Waldir Ruiz