Imagen by Hana Dunk |
La primera cita. Nunca antes habíamos tenido una,
pese a que ya nos habíamos visto tantas veces, concordado en tantos espacios.
Pero no habíamos tenido una primera cita. Ni siquiera recuerdo cómo fueron mis
otras primeras citas pasadas. Siempre hay un halo de absurdo y estúpido
misterio en estas trivialidades.
Yo estoy dispuesto a exponerme. Me gusta. Y la
conversación buena hasta el momento en que digo que soy feminista y él lanza una pregunta inocente,
irrelevante y no merecedora de él. “¿Puede un hombre ser feminista?”. Yo quiero
hablar de otras cosas: colonialismo, sexualidades disidentes, violencia estatal
y otros tantos temas que Nicaragua me suscita. Ese debate ya no me interesa.
Entonces, él podrá decir que no supe responder;
pero medito en que no tiene culpa. Yo no tengo culpa tampoco: la Cooperación Internacional
y los Programas de Desarrollo descafeinaron
el feminismo con el famoso enfoque de género. Pero eso no importa. Yo,
después de eso, solo quise respirar profundamente y exhalar mientras me sentaba
en el sofá y recostaba mi cabeza en sus piernas.
No insiste y lleva la conversación hacia otros
temas e ideas con las que aun está casado. Y yo me distraigo, relajado en su
sofá, oliendo su camisa y oyendo su heartbeat.
Es muy incisivo en la conversación e intenta convencerme todo el tiempo
mientras yo solo quiero hablar de reflexiones personales o tal vez solamente
besarle.
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