A veces pisar fuerte un gran
piso de madera. Un piso fuerte que apenas deja sentir su hueco y el vacío que
subyace por dentro. Me tambaleo, pero automáticamente ese estado de
inestabilidad ante el derrumbe pasa a ser propio, cotidiano… empiezo a vivir
con él, después de tan solo pasados unos minutos ni lo noto. La soledad
abrumadora de la arquitectura es otra, usted sabe, un paisaje hecho por
nosotros. Muy distinto al mar, por ejemplo, que se nos impone como un límite. Y
la montaña, esa también, es otra cosa.
Los edificios se erigen
imponentes, infinitos y en serie.
Algunos tienen una gracia de historia, de belleza barroca, de melancolía
pues. Otros, aburridos y en serie. Yo me dejo invadir por toda la tristeza y la
melancolía de ellos. Me pierdo en el surco de sus calles que los dividen. Me
dejo enfermar por ellos. No pongo atención a los números salvo cuando mis pies
me quieren fallar y necesito ubicarme de nuevo, para administrar mejor la
energía…
El domingo paseé hasta
cansarme mientras llegaban por mí frente al Teatro Colón. Paseé por toda la
Sarmiento y encontré un edificio muy parecido a donde vivías, sabes, y ahí
parado viendo la fachada recordaba cómo nos gustaba apretarnos en la puerta
antes de despedirnos. Y aquella tristeza de que tras ese apretón siempre
existía la posibilidad de que no hubiera más otro. Y sentí una tristeza rara, como reciclada,
tristeza de tiempos viejos. Increíble todo lo que puede provocar la fachada de
un edificio.
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