miércoles, 31 de mayo de 2017

La tristeza de los edificios




A veces pisar fuerte un gran piso de madera. Un piso fuerte que apenas deja sentir su hueco y el vacío que subyace por dentro. Me tambaleo, pero automáticamente ese estado de inestabilidad ante el derrumbe pasa a ser propio, cotidiano… empiezo a vivir con él, después de tan solo pasados unos minutos ni lo noto. La soledad abrumadora de la arquitectura es otra, usted sabe, un paisaje hecho por nosotros. Muy distinto al mar, por ejemplo, que se nos impone como un límite. Y la montaña, esa también, es otra cosa. 

Los edificios se erigen imponentes, infinitos y en serie.  Algunos tienen una gracia de historia, de belleza barroca, de melancolía pues. Otros, aburridos y en serie. Yo me dejo invadir por toda la tristeza y la melancolía de ellos. Me pierdo en el surco de sus calles que los dividen. Me dejo enfermar por ellos. No pongo atención a los números salvo cuando mis pies me quieren fallar y necesito ubicarme de nuevo, para administrar mejor la energía…

El domingo paseé hasta cansarme mientras llegaban por mí frente al Teatro Colón. Paseé por toda la Sarmiento y encontré un edificio muy parecido a donde vivías, sabes, y ahí parado viendo la fachada recordaba cómo nos gustaba apretarnos en la puerta antes de despedirnos. Y aquella tristeza de que tras ese apretón siempre existía la posibilidad de que no hubiera más otro.  Y sentí una tristeza rara, como reciclada, tristeza de tiempos viejos. Increíble todo lo que puede provocar la fachada de un edificio.

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