Odio los plurales. Aquellos discursos
de rimas perfectas en el que “todas y todos” reivindicamos nuestros derechos,
porque en el fondo sé que no es así. Esos que pretenden incluirme en lecturas
públicas, en pancartas, en gigantografía…
Odio los plurales que no me incluyen. Los que dicen “derechos para
todos”, pero en el todo no estoy yo.
No me gustan esos plurales.
Y qué decir de esos pretendidos
absolutos que aplastan mi individualidad y proclaman una identidad colectiva en
la que no estoy. Como la Nicaragua cristiana, la Nicaragua
socialista, la Nicaragua libre, donde ni tan siquiera puedo a acceder a
libertades elementales. Mis libertades elementales: tomarle su mano sin miedo,
por ejemplo.
No hay formas lingüísticas que más me
enojen. Como esa vez que ese “amigo” se disculpó en plural y dijo que
“estábamos borrachos” cuando el único que lo estaba era yo. Y entonces el
alcohol fue su excusa en plural para
hacer lo que quería conmigo. Cuando me hablan de sueños y planes en “nuestra” “nuestros” “nosotros” e
indudablemente no me reconozco en ellos. Son tan desdeñables esos plurales.
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