Algo muy dentro de mí lo quería, porque entonces
no podía ver el odio hacia mí. Ese odio como ese toro que muere golpeando
fuertemente la pared, lleno de rabia contenida. Ahí estaba yo intentando
besarlo y ahí estaba él evitándome. Era
la oscuridad, el frío y lo sucio. Estaba haciendo de un lugar público algo
privado. No importaba.
Estaba en el suelo, de rodillas, sumiso ante el apéndice que me señalaba como diciéndome: ¡sucio! Después penetrándome. No tenía nombre, era un cuerpo y en todo momento invadió el “no saber lo que pasaba”. Solo valía diluirme, perderme, encontrarme en lo que había sido el alcohol y en lo poco que podía valer yo. Nunca valí nada ni siquiera para mí. Y yo contra el suelo, ensuciándome y siendo penetrado una y otra vez. Estaba en la tierra sin reconocerme. Podía ser de cualquiera: el límite nunca se aproxima a nada…
Interesante, muy buena entrada, Saludos.
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