Las palomas del
hospital y
las de la Catedral de León son las mismas,
van y vienen de
un sitio a otro indistintamente,
sin que nadie
pueda adivinar su propósito;
el aleteo
inconfundible,
la tristeza
tediosa de sus patitas pisando
el pavimento a mediodía.
Nunca se
estrellan contra las ventanas
ni son culpables
de los vidrios rotos,
a cambio de
trigo entretienen a los niños
de la plaza
central,
sobrevuelan a
los que ya están muertos en vida,
entre las filas
de los pacientes crónicos, ensimismados,
distraídos en su
picoteo y confusión.
Los animales
huelen el peligro
se esconden o
cambian de lugar
pero las palomas van del hospital a la
catedral en un
bucle que parece
eterno.
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