He estado paralizado
por el estrés. Un poco de insomnio y una lista de cosas por hacer en mi libreta.
[Sí, tengo una lista diaria de cosas por hacer porque soy una persona
distraída. No he terminado de escribir este párrafo, por ejemplo, cuando ya me
distraje viendo la libreta y los colores fluorescentes de las pocas cosas que
he hecho hoy].
Estoy en la cama
pensando. No pienso en que tengo que levantarme. Pienso en que ha pasado un
tiempo en que todos estos días sean sentido igual. Tengo mi alma llena de
intentos y estoy determinado a seguir intentando. Ese es mi verbo actual:
intentar. Aparentemente no puedo hacer más que intentar.
Y no hablo de
intenciones aunque estén relacionados. Hablo de aquellos hechos concretos,
aquellas acciones que no consiguen su fin último. Y hay dos cosas que he
aprendido de todo esto. Uno: hay deseos fervientes que nos motivan a intentar
cosas y que, aunque no lo consigamos, estaremos satisfechos de haberlo hecho.
Dos: hay cosas que desde un principio están mal e intentarlo resulta en un gran
daño; el amor, por ejemplo. Jamás se intenta. Se está o no se está. Fluye o no
fluye.
La violencia, los
celos, la manipulación económica, entre otras hierbas, son cosas que no se
pueden dejar pasar “por amor”. Esa idea
de “amor” que nuestro sistema patriarcal y machista nos vende es la red y la cortina
de humo política con la que mucha gente con potencial social transformador se
pierde. Es la idea con la que han sometido a muchas mujeres y hombres.
Debo decir que el
último pastel romántico que me ofrecieron estuvo cubierto de un discurso
bonito, pero con una torta romántica fétida [celos, violencia económica, manipulación…] y, obviamente, difícil de digerir. Aun procuro
un desenlace feliz por cuenta propia para todas las facetas de mi vida.
|
Fotografía by Waldir Ruiz |